Rousseau, en su obra del Contrato Social, señalaba que el legislador debía adecuar las leyes a las costumbres de su población para que estas reflejaran fielmente los intereses y la manera en que los integrantes de un grupo se comportaban y se organizaban, de otra forma esas leyes solo serían papel pues no serían observadas.
Cierto es que, en la Nueva España las intendencias y provincias respondían solo al Virrey centralizando así todas las actividades administrativas, el poder público y el trato de los asuntos relevantes en esa persona y, curiosamente, en los despachos de lo que ahora es el Palacio Nacional, costumbres que parece perduran hasta nuestros días.
Después de concluida la guerra independencia, muy influenciados por la organización política de los recién creados Estados Unidos de América, en el año de 1824, abandonamos esa tradición centralista y transitamos al régimen federal, el cual, salvo el periodo que transcurrió entre la vigencia de las constituciones de 1836 y 1847, ha sido la forma en la que el país ha caminado durante su vida independiente.
Así, en la historia del México independiente, aunque se trazó la ruta hacía una República federal integrada por Estados soberanos, no hemos podido apartarnos mucho de nuestra tradición y propensión hacía el centralismo y la concentración del poder público en una sola persona u organización.
Desde los gobiernos de Porfirio Diaz, en donde se unifico el poder público en una sola persona, hasta los gobiernos emanados del Partido Revolucionario Institucional, incluidos los de la llamada transición democrática y el actual, -todos caracterizados porque el Presidente, como líder de su partido, instruye a los legisladores que son mayoría y a los Gobernadores elegidos para que alineen al mandato del ejecutivo federal-, los Estados y sus poderes han ido perdiendo soberanía y facultades para determinar la conducción interna de su población y territorio.
Ese acomodo de las fuerzas políticas en los ámbitos local y federal ha causado perdida de atribuciones en los Estados en tareas de seguridad pública para el interior de su territorio, falta de presupuesto operativo para los gobiernos locales y la perspectiva equivocada de toda la población de que las autoridades de los Estados tienen un grado de supra subordinación a las autoridades federales, cuando la naturaleza y objetivo del federalismo es la coordinación entre autoridades de ambos fueros para lograr una mayor gobernabilidad y desarrollo de los pobladores de cada uno de los Estados integrantes de ese pacto.
No debe olvidarse que los Estados como entes soberanos ceden a la federación las facultades con las que originariamente cuentan y no al contrario, logrando con ese acuerdo la unión y fuerza necesarias para formar un gobierno fuerte y solido -recordemos que cuando surgió el federalismo y el presidencialismo en los Estados Unidos de América, la conformación de su organización política y la fuerza que se le otorgó al titular del ejecutivo federal obedeció a factores como el peligro latente de una inminente invasión por alguna de las naciones que eran potencia mundial en esos tiempos y, por tal motivo, se necesitaba un gobernante dotado de facultades para una respuesta bélica rápida y que tuviera los recursos económicos necesarios para hacer frente a la amenaza-, sin embargo, esa cesión de ciertas facultades no hace que los Estados bajen un escalón y queden en un nivel inferior a los poderes de la federación.
A pesar de que la naturaleza y la organización política de un régimen federal implica la convivencia y coexistencia de los poderes, siempre con el respeto de la política interior y determinación de los Estados soberanos, en tiempos recientes vemos casos que denotan un claro centralismo. Ejemplos sobran, acciones como las de la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México declarando que el incidente que sucedió en el Metro sería únicamente tratado y solucionado por el titular del ejecutivo federal, cuando las muertes y lesiones ocurridas, como delitos, así el lugar donde se dieron los acontecimientos pertenece completamente al ámbito local; el desaire del Presidente de recibir al Gobernador de un Estado soberano, que es su igual pues ambos cargos ejecutivos emanan de la Constitución Federal, aclaran que la costumbre centralista por la concentración del poder es algo arraigado en la tradición del país.
No es cosa menor la facultad exclusiva del senado de declarar la desaparición de poderes de un Estado, pues aquella prerrogativa acentúa la sensación de superioridad de los poderes federales sobre el local y la intromisión por mandato constitucional de la Federación a la soberanía de los Estados parte del pacto.
Cuestiones como las anteriores hacen replantear la vigencia de lo establecido en el artículo 40 Constitucional y si la costumbre y el apego que se tiene al centralismo debe provocar la modificación de nuestra organización política para que sea un claro reflejo de la realidad, evitando así distorsiones e ilegalidades que resultan del alejamiento a los postulados de un federalismo puro.